Por José María Posse

 Abogado, escritor, historiador.

A principios de 1819, el general Manuel Belgrano dejó la ciudad de Tucumán al frente del grueso de las tropas acantonadas en la Ciudadela, para cumplir la orden del Directorio a efectos de reprimir la insurrección de los caudillos litoraleños López y Ramírez, pero no imaginaba lo que ello acarrearía.

Quedó al mando de Tucumán el catamarqueño Feliciano de La Mota Botello, quién aplicó al extremo el rigor que exigían nuevas exacciones a los comerciantes y hacendados de la provincia, para atender las necesidades del ejército. Las prisiones de vecinos principales, los embargos de bienes, caballares y vacunos se multiplicaron hasta límites nunca antes vistos. Para continuar con las desgracias la campaña culminó en un verdadero desastre, coronada con la rebelión de Arequito.

Mientras tanto, los 300 hombres que quedaron en la provincia, más los nuevos reclutas forzados, eran tratados con inaudito rigor por el coronel José Domingo Arévalo.

Crónicas del Viejo Tucumán: Doña Tomasa, el ideal de una justicia distributiva

Los tucumanos entonces fueron sometidos a normativas de severidad inusitadas que venían de las antiguas ordenanzas españolas y que, entre otras cosas, disponían el toque de queda por el cual todos los habitantes de la ciudad debían encerrarse en sus casas bajo pena de multa y de cárcel. Igual pena sufrían aquellos que demoraran las “ayudas al ejército”. Los gestores de tantos abusos y atropellos eran el gobernador de la Mota Botello y el jefe del destacamento Arévalo. Con este estado de cosas, era lógico que los oficiales de la guarnición tramaran una insurrección.

La asonada

En esos días volvió a Tucumán Belgrano, enfermo y abatido al presuponer que, los sucesos de Arequito, iban a ocasionar un estallido sin precedentes en las antiguas provincias del Río de la Plata. En su humilde casa, recibía a unos pocos íntimos y a su pequeña hija de meses, fruto de su amor con doña Dolores Helguero. Pero su estrella se había oscurecido, pues como ya vimos, la severidad de sus últimas medidas al frente del ejército, y la rigidez de quién había dejado al mando de las tropas, lo habían alejado de la estima popular.

Por ello no es de extrañar que en la sublevación que estalló el 11 de noviembre de 1819 fuera él uno de los primeros en ser detenido por los insurrectos, todos ellos capitanes de los regimientos acantonados en Tucumán encabezados por Abraham González, Felipe Heredia y Manuel Cainzo. En una rápida maniobra, apresaron también al gobernador de La Mota Botello y al odiado comandante Arévalo.

Belgrano no fue engrillado como era de costumbre en estos casos debido a su enfermedad. Tenía los pies muy hinchados y no representaba peligro alguno para los complotados pues se encontraba en un delicado estado de salud. El médico personal del general porteño hizo entrar en razón a los sediciosos quienes en respeto y consideración no le ocasionaron mayores incomodidades. Pero debió pasar por una humillación totalmente inapropiada para un hombre de su entidad.

El jefe revolucionario dejó un centinela en la puerta de Belgrano y allí terminó la cosa. Nunca se ejerció violencia física sobre él, ni fue engrillado, como erróneamente se consigna en algunos textos de liviana investigación documental.

Neutralizados los tres jefes de la plaza, los revolucionarios nerviosamente se dirigieron al Cabildo para deliberar sobre la situación creada en la provincia y garantizar la paz y el orden. 
La mañana del 12 de noviembre concurrieron el alcalde de segundo voto don José Víctor Posse, junto al regidor de policía don Francisco Javier Ávila y el regidor de fiestas José Mur, entre otros, quienes trataron el oficio de los complotados en donde manifestaban que: “ ciertos acontecimientos relativos a los intereses generales de la nación los habían obligado en la noche precedente a separar del gobierno al señor don Feliciano de la Mota Botello y en consecuencia, exigían de la municipalidad que, a fin de no dejar al pueblo en anarquía, se encargara ella del mando político, en tanto que se proveía ese empleo en la persona que conviniera”.

Días de tensión

La situación era sin dudas muy complicada para esos hombres, con conocimientos jurídicos rudimentarios. La casualidad fue que justamente se encontraban en Tucumán los camaristas de Charcas don Silvestre Icazate, con José de Ulloa y don Mariano Serrano. El Cabildo los convocó junto a los abogados tucumanos don Domingo García, don José Serapión de Arteaga y don Juan Bautista Paz a efectos de analizar la situación y buscar una salida legal al asunto.

Reunidos los asesores concluyeron dictaminando que, cediendo a las circunstancias y para evitar mayores males y disturbios, se debía aceptar la propuesta de los sediciosos y el Cabildo debía hacerse cargo del gobierno interino de la provincia. Asimismo se informó de lo sucedido al Congreso de las Provincias Unidas y al Director Supremo del Estado. Se formó una comisión de enlace entre el Cabildo y los complotados, compuesta por Posse, García y Arteaga. También se convino llamar a la ciudad a una serie de ciudadanos importantes que se encontraban en sus campos a efectos de ponerse al tanto de los sucesos que eran de interés común.

Entre los convocados estaba, por supuesto, Bernabé Aráoz, uno de los tucumanos de mayor prestigio de la provincia. Una nota que se conserva en el Archivo Histórico de la Provincia en el libro copiador de oficios del Cabildo (Vol 26, Sec Ad.), dice lo siguiente: “Al Sr. Coronel Mayor Don Bernabé Aráoz. Conviene a la pública tranquilidad y a los intereses de la nación que V.S. tenga la voluntad de apersonarse con la mayor brevedad posible en esta capital y al efecto se le hace una Diputación por medio de un regidor. Dios guarde a Ud. Noviembre 12 de 1819”.

Gobernador electo

Si bien quedó al mando de la provincia el regidor José Víctor Posse, quien tomó medidas para comenzar a gobernar, pronto quedó claro que la situación no podía sostenerse sin el sometimiento de los complotados a una autoridad que les garantizara que sus hechos recientes no les acarrearían mayores dificultades personales. No desconocían la gravedad de las posibles consecuencias de la asonada que habían protagonizado. Llamados nuevamente los capitulares y vecinos principales al cabildo se tomó la decisión de solicitar a don Bernabé Aráoz, a la sazón el militar de mayor grado en la provincia, que se hiciera cargo del gobierno. Se consideraba que era el único que podía someter a los sediciosos por el peso de su prestigio y del apoyo de los gauchos veteranos de las batallas de Tucumán y Salta, quienes lo veían como su líder natural.

Aráoz en principio no aceptó, pues ya había decidido dejar la cosa pública de lado; su fortuna personal se había visto seriamente comprometida y le dolía la ingratitud. Pero ante la insistencia aceptó con la única condición de que sería relevado de su cargo en cuanto el supremo gobierno eligiese a otra persona para desempeñarlo.

Con ello queda claro que Bernabé Aráoz llegó nuevamente al gobierno “elegido de manera popular” por los cabildantes y de “manera unánime”, aunque “provisoria” hasta que la autoridad superior eligiera a su sucesor. Lo que nadie contaba por entonces era que poco tiempo después el Directorio caería y no existiría ya una autoridad superior en el país que pudiera nombrar su reemplazante. Como señala la doctora Gilda Pedicone de Valls, esta puede ser considerada como la primera elección popular de un gobernador por parte de los tucumanos.

Falsas acusaciones

Está claramente establecido por los hechos y probado por la documentación obrante, que en ningún momento Bernabé Aráoz tuvo que ver, ni directa ni indirectamente con el movimiento. No existe un solo documento que pruebe su participación en la asonada. No se encontraba en la ciudad y aceptó hacerse cargo del gobierno luego de muchos ruegos y de manera transitoria. Fueron hechos ajenos a él y que nadie podía preveer, como fue la caída del Director Supremo, los que desencadenaron los sucesos posteriores que ocasionaron la ascensión de este cuadillo popular, primero como gobernador y luego al rango de Presidente de la República del Tucumán.

Tampoco él tuvo nada que ver con el arresto de Manuel Belgrano en su habitación; no comandaba tropas y hacía dos años que había dejado cualquier actividad política, enfrascado en sus haciendas, negocios y en la atención de su familia. Mal podía ordenar medidas tan extremas una persona sin mando directo sobre los capitanes que actuaron esa tumultuosa noche. Por su parte, Belgrano pronto recuperó la libertad ambulatoria, pero su autoridad ante la población civil se había deteriorado. Como suele ocurrir en casos similares, se hizo leña del árbol caído y allí surgió evidente aquello tan humano como la envidia y el revanchismo de algunos. Sumado a ello, la enfermedad lo tenía abatido y sin fuerzas.

Ruina económica

Párrafo aparte, y allí están los escritos del propio caudillo salteño en el “Guemes Documentado”, Mota Botello tampoco pudo enviar importantes ayudas desde Tucumán. A pesar de haber actuado de manera violenta contra la población, exigiéndoles más allá de los límites que correspondían. Su gestión fue un rotundo fracaso. Lo que Aráoz sostenía, en cuanto la imposibilidad de enviar más ayuda al ejército, fue confirmado por su sucesor. No había existencias suficientes en la provincia para continuar auxiliando a Guemes. Sin embargo, Bernabé Aráoz no negaba ayuda, simplemente contribuía con lo posible, tratando de no romper la paz social de la provincia y arruinar aún más la economía de Tucumán. Todo lo contario a lo que hizo Mota Botello, quién no tuvo reparos en los medios que utilizó. Ese fue el germen del final de su accidentada gobernación.

Nuevamente Bernabé Aráoz estaba al frente de una provincia sin recursos y nuevamente tendría que hacer uso de medidas extraordinarias para afrontar gastos urgentes. Su constante desapego a lo propio y su celo extremo por el cuidado de los recursos de la provincia fueron una constante durante su gobierno. Mientras tanto el general Belgrano, ya ajeno a todos estos sucesos se encontraba muy enfermo y atacado por una gran pena y depresión. Su amigo, el comerciante José Celedonio Balbín recordaba: “de resultas de la revolución (del 19 de noviembre de 1819), se vio abandonado de todos el general Belgrano, nadie lo visitaba, todos se retraían de hacerlo”.

Pedido de dinero

Desagradado ya por su situación, y sintiendo que su salud se agravaba, decidió viajar a Buenos Aires y alejarse las inquinas de la ciudad aldea que era por entonces Tucumán. Fue entonces cuando le solicitó formalmente al gobernador Aráoz que le facilitara dinero de la caja provincial para su viaje. El 20 de enero de 1820 el gobernador elevó la siguiente nota: “Al oficio del Excelentísimo S. Capitán General don Manuel Belgrano (nótese el trato respetuoso) a este gobierno de fecha 17 del corriente expresándole que desesperando invenciblemente los físicos que asisten a su curación (SIC) de un perfecto restablecimiento sino muda de temperamento con la posible anticipación, a cuyo efecto había dispuesto trasladarse cuanto antes a la ciudad de Buenos Aires, y para verificarlo pide el auxilio de dos mil pesos con concepto a que le será forzoso por las presentes circunstancias alguna detención en alguno de los puntos intermedios, se decretó lo que sigue: ‘Tucumán Enero 19 de 1820. Por recibido en esta fecha para contestar y satisfacer el presente oficio del Exmo Cap. Gral. Informe el Ministro de Hacienda acerca del dinero existente en cajas’. Firma el oficio el gobernador don Bernabé Aráoz y el Ministro de Gobierno Dr. José Mariano Serrano. El Ministro de Hacienda respondió al día siguiente: ‘El corte y tanteo de esta caja que V.S. se sirvió practicar por el mes de Diciembre último dio el caudal de seis mil noventa habidos en él y su existencia de cinco reales por razón de haberse invertido en hacienda en común 172 pesos, en gastos de guerra 2610 seis y tres cuartillos; en sueldos militares 2667 cuatro y tres octavos; en los de hacienda 596, y en los políticos 50. Y por lo que respecta al presente hay ingresado hasta la fecha treinta y siete pesos y cinco reales en suscripción voluntaria entregada de esta forma… de modo que para mi subsistencia he tenido que mendigar auxilios particulares mientras mejoraban los ingresos y éste mismo recurso entiendo han adoptado en el día los subalternos de la oficina. He cumplido con este Superior Decreto de ayer traído como a las cuatro y media de la tarde”.

¿Negación?

Tal como lo prueba de manera palmaria la documentación referida y que puede consultarse públicamente, las arcas de la provincia estaban en la más completa ruina. Al momento de la solicitud de Belgrano, consta que sólo había cinco reales en existencia y que el Ministro de Hacienda debía literalmente “mendigar auxilios” para la subsistencia de la administración. También que el grueso de los gastos eran para atender gastos de guerra y sueldos militares, los que eran atendidos, en la medida de las posibilidades.

CON EL FISICO DETERIORADO. En 1819, la salud de Manuel Belgrano estaba resquebrajada y se encontraba enfermo.

Por tanto la acusación que algunos historiadores aficionados han proferido en contra de don Bernabé Aráoz, afirmando que NEGÓ auxilio y DESAMPARÓ a Manuel Belgrano, son absolutamente FALSAS. No se puede “NEGAR” lo que no se tiene; no existía dinero en las cajas provinciales, allí están las cuentas públicas a disposición de cualquier investigador. Tampoco es cierto que el gobernador de Tucumán lo desamparó pues cuando Belgrano, gracias a un préstamo de dinero de su amigo Balbín pudo viajar, el gobernador Aráoz mandó una fuerte custodia para que lo acompañara hasta Santiago del Estero. Seguramente hasta el límite con Córdoba, pues hasta allí llegaba la jurisdicción de la entonces provincia del Tucumán. Es inobjetable el hecho de que Aráoz le rindió atenciones y consideraciones especiales, a un hombre que apoyó desde la primera hora. Con el aporte de la custodia (costeada por Aráoz, de su bolsillo), le rendía honores militares y el agradecimiento del cabildo que representaba, siendo en ese momento todo lo que podía hacer por él.

La provincia estaba quebrada, y ningún comerciante capitalista prestaba dinero al gobierno, a no ser a fuerza de embargos o prisión.